La noche del 15 de septiembre en las ferias de la Ciudad de México, o cualquier pueblo mágico es un estallido de colores, aromas y sonidos que parecen latir al ritmo del corazón del país. Al entrar, el aire se impregna de olores tan familiares como irresistibles: el maíz recién tostado de los elotes y esquites, con el chile que pica o del que no pica, las carnitas chisporroteando en el cazo, y el dulzor del algodón de azúcar que se deshace en los dedos pegajosos de los niños.
Las luces de los puestos brillan como estrellas en el asfalto, cada uno ofreciendo una promesa distinta. Un tiro al blanco aquí, una rueda de la fortuna allá. Los gritos emocionados de los que se suben a los juegos mecánicos se mezclan con la música de mariachi que surge de alguna bocina. Las carcajadas de los más atrevidos se elevan junto con el vértigo de las tazas locas y el martillo de fuerza, que golpea con un estruendo cuando algún valiente intenta demostrar su destreza.
Cerca del kiosco, en el centro de la plaza, se arremolinan las familias y los grupos de amigos. Los niños corren con sus banderas tricolores, mientras los adultos disfrutan una cerveza fría o un tequila con limón y sal. Un anciano, sentado en una banca, tararea las canciones de su juventud que la banda local interpreta con entusiasmo. Algunos vecinos sacan a bailar a sus parejas, girando al compás de "El Son de la Negra".
Pero conforme se acerca la medianoche, la feria parece vibrar con más intensidad. Las voces de la multitud se hacen eco en la espera del momento culmen: el Grito de Independencia. Los vendedores gritan sus últimos pregones: "¡Aguas frescas, pambazos, banderitas!". Y entonces, la campana de la iglesia cercana suena como un llamado ancestral, y el bullicio se transforma en un rugido unísono cuando la gente, con banderas al viento, se une en una sola voz: "¡Viva México!".
El cielo se ilumina con fuegos artificiales, estallidos de verde, blanco y rojo que pintan el firmamento mientras la feria, por un instante, se detiene para contemplar el espectáculo. Es una noche que encapsula el alma de México: festiva, caótica, colorida, y sobre todo, orgullosa. Cuando el discurso en Palacio Nacional cesa, la feria vuelve a la vida con más fuerza, como si la celebración apenas comenzara. Las risas, las charlas y la música continúan hasta que la madrugada se adueña del aire fresco de septiembre.